miércoles, 7 de diciembre de 2011

Seis... Relato.

Hoy ya no huele a ira el viento y no se escuchan los llantos que susurran mezclados con el humo de las chimeneas. Pero hace siglos, en las calles de este pequeño pueblo se cometió el más horrendo crimen que jamás se recuerda por esas tierras.
Como recuerdo tan solo los muros rotos y caídos de una vieja mansión de mediados del XIX, situada en una colina que hoy enmascara dolor con prados verdes y un caprichoso rosal de blancas rosas envuelve a la única ventana que queda en pié. En esa ventana que hoy se antoja triste y muerta comienza nuestra infeliz historia. En aquellos tiempos el rosal tímidamente rozaba con sus rosas más atrevidas la parte baja del vano, lo suficiente para que el aroma entrara en la habitación junto con la suave y cálida brisa de principios de verano. La habitación era amplia, con una chimenea ausente de llamas, enfrentada a la ventana y bien centrada, a la izquierda , a escasos dos metros, estaba entreabierta la puerta de roble profusamente decorada y con un barniz oscuro, tonalidad que tenía todo mueble de la estancia. A la derecha de la chimenea había un pequeño leñero cuadrangular con con troncos menudos, a continuación un sillón antiguo con hipogrifos labrados en sus patas delanteras, cerca de este, en la esquina, una estantería repleta de ejemplares con nombres en latín, alemán, italiano y francés. Algunos de ellos más antiguos que la propia mansión. En el centro de la habitación presidía como mudo habitante un precioso ataúd con la tapa repleta de flores labradas en la madera y una cinta morada que envolvía en espiral la hermosa pieza. A los pies de este una presencia vestía una capa burdeos a juego con las cortinas de la ventana.
El señor de la casa y de las tierras que la rodeaban había perdido a su amor, su esposa yacía inerte ante él. Unos dicen que fueron las fiebres quienes se la llevaron, otros que fue envenenada, y los más que fue la locura y Lucifer quienes la reclamaron a su lúgubre mundo, pues se dice que todas las noches esa misma estancia permanecía iluminada y que ella recitaba en latín mientras su marido la poseía con mil caricias y besos hasta que los dos caían rendidos ante el fuego rugiente de la chimenea.
A la vera de un riachuelo cercano a la mansión se mandó a trasplantar parte de las rosas blancas de la ventana, y allí donde hoy solo se ven ruinas de mármol y granito se edificó el mausoleo más bello jamás contemplado. Una estancia circular blanca con estatuas de hadas y ángeles en mármol italiano dejaba lleno de luz y en el centro un sepulcro en piedra negra, de donde sólo sobresalía una copa y un cofre hecho de la misma piedra negra. El lugar fue elegido por ser aquel el mejor lugar para contemplar las puestas de sol. Estas dejaban caer los últimos rayos mortecinos del astro rey dejando un color dorado bastante peculiar.
El mismo día de la muerte de su esposa, el señor despidió a todos los empleados. A los del servicio, a los jardineros y a los de cocina. En un intento de ser generoso dio a cada uno de ellos el doble de su salario anual y una carta de recomendación para sus nuevos empleos. Pero a muchos de ellos les iba a ser complicado encontrar otro modo de subsistencia. Antes de la marcha de sus empleados pidió que le ayudaran a trasladar un camastro a la estancia donde pasó las noches con su amada, allí pasaría todo el tiempo hasta el día de su muerte.
Desde ese mismo día tan solo se le veía muy de mañana recogiendo el pan caliente y dos botellas de vino especiado. Siempre le acompañaba su inseparable perro, que más que un perro asemejaba a un lobo negro como las noches de invierno. No decía palabra alguna, pagaba y marchaba con semblante serio. Pero según cuentan, cada noche marchaba junto a su perro hacía el mausoleo con una cesta en el brazo, en la que presumiblemente iban las botellas de vino y algún ejemplar de la estantería que leía cada noche junto al sepulcro, en ciertas ocasiones llevaba legajos de papel donde había compuesto versos y otros, estos los introducía en el cofre tras ser recitados, la copa era rellenada de vino cada noche, el sobrante lo bebía él brindando en cada sorbo por el ansiado reencuentro en la otra vida.
Ciertas noches algunos aldeanos y antiguos sirvientes llevados por el morbo o por la malsana curiosidad se escondían tras el mausoleo y espiaban cada movimiento y palabra del señor. Esto hizo que en los mentideros de la aldea se comentara con oscuros fines lo que hacía el señor cada noche, las chanzas más malintencionadas tenían que ver con las veces en las que se recitaban textos en latín y con las ganas de verse en la otra vida.
Al tiempo estos comentarios ,que ya llenaban cada rincón de la aldea, llegaron a los oídos del párroco, este al notar la agitación de sus feligreses se vio en la tesitura de tener que actuar para relajar el alboroto y sobre todo para mellar una buena oportunidad en conseguir ciertas tierras del señor que interesaban a la diócesis, ya que hacía tiempo que ni el señor ni su difunta esposa asistían a las misas dominicales ni pagaban diezmo alguno. Desde el mismo día en el que se enteró de todo lo ocurrido preparó un buen discurso escogiendo pasajes de la Biblia que aludieran a Lucifer y a sus tretas para embargar el alma de los hombres.
Domingo tras domingo el párroco advertía de los peligros que acechaban tras las artimañas del diablo y cómo atraía a las almas perturbadas. Peligrosas eran las invocaciones en latín y las acciones que se realizan en la noche. El diablo toma forma de lobo negro que posee los sentidos del hombre para hacerlo enloquecer. Palabras que salían de su boca con enervado ímpetu y seguridad convincente.
A los pocos meses una sequía atroz azotó los campos y los convirtió en tierra yerma incapaz de dar fruto. Esto provocó que los niños recién nacidos murieran en su mayoría, ya que la falta de alimento hacía que las madres no pudieran dar el el pecho a sus hijos. Los ancianos y enfermos morían en las calles y en las malas camas hechas de paja mohosa. Los hombres veían mermar sus fuerza y las levas que se hacían para el ejército en guerra arrancaba a los jóvenes de los brazos de sus padres. La aldea desesperada buscaba cobijo en las leyes divinas y en la misericordia del Dios creador.
Poco tardaron en hilar lo ocurrido con la actitud del señor, en pocas semanas el malestar y la ira estaba enfocada en las visitas nocturnas del señor al sepulcro de su amada. Empezaron por golpear al perro cada mañana cuando el señor bajaba las calles hacia la panadería y la licorería, este al ver ese comportamiento decidió dejar en la mansión a su perro cada vez que bajaba a la aldea. El vino especiado que se le servía llevaba pequeñas dosis de veneno que poco a poco hacía enfermar y debilitar al señor. Aún así este no faltaba cada noche a su cita y leía ya con cierta dificultad los versos que le componía.
Una noche de domingo débil y con dificultad para respirar dejó que su fiel y preciado perro le guiara hasta el mausoleo. Esa noche no llevaba ningún libro en su cesta, tan solo las botellas de vino y un trozo de papel en la mano bien cerrada. El libro que le estaba leyendo lo dejó en el sepulcro, como hacía con cada ejemplar que no terminaba en la noche. Esa noche leería los últimos versos del “Carmina Burana”, que contenía poemas de amor medievales escritos en latín. Pero antes quería leerle unos versos compuestos a media tarde por él mismo.
A medio camino ,agarrado a su perro, escuchaba de fondo un gentío que ignoró pensando en que se trataría de una romería auspiciada por el párroco para sacar unos cuartos a los aldeanos. Poco a poco el murmullo se iba convirtiendo en gritos de odio y rezos temerosos. El señor siguió sin prestar mucha atención, pensó que pasarían cerca de camino a al valle para encender hogueras y emborracharse.
El primer golpe le cogió totalmente desprevenido, una pedrada en la pierna le hizo tropezar y soltar a su perro que se lanzó furibundo contra la muchedumbre. Sin ver tan siquiera su sombra el párroco se vio abordado por una mancha negra con blancos dientes que aprisionó su cuello desgarrándole la piel y dejando sin habla al gran charlatán, los aldeanos nerviosos y asustados golpearon al perro desde la distancia hasta que este soltó entre alaridos. El párroco yacía retorciéndose y sangrando en abundancia por la boca sin poder decir palabra alguna. Vencido el perro fue apaleado y pisoteado hasta que el sadismo humano sació su temor. El señor aterrorizado al ver tamaño espectáculo se levantó, dejó la cesta e intentó correr hacia el mausoleo con el puño derecho cerrado, guardando como valioso tesoro sus palabras. Pocos pasos acertó a dar antes que una antorcha le golpeara con gran brutalidad en la espalda haciendo que perdiera el equilibrio y cayese golpeando su rostro contra el suelo a escaso metros del mausoleo. En pocos segundos la muchedumbre se abalanzó sobre el golpeándole con saña e ira acompañado de gritos de intenso dolor por parte del señor que no cejaba en intentos de arrastrarse hacia el blanco mausoleo. De repente una punzada fría y rápida atravesó sus pulmones provocando la paralización de su cuerpo. El que aún sostenía el cuchillo en su mano era uno de sus antiguos sirvientes que con sus ojos casi salidos de sus cuencas sonreía de forma diabólica. La siguiente puñalada la recibió en el vientre que lo hizo encogerse de dolor y expulsar sangre por la boca a cada intento de inspiración, alguien le agarro de los hombros y lo puso espaldas al suelo, enseguida sintió un líquido frío caer por su rostro, al llegar a su boca y mezclarse con la sangre sintió el amargor del alcohol puro, los chorros que se introducían por su nariz lo confirmaron. Una mano iracunda introdujo la llama de una antorcha a la boca del señor provocando una llamarada que apartó al gentío de la vera del señor. La gente comenzó a rezar mientras a gritos el cuerpo con cabeza llameante se arrastraba hacia el mausoleo alargando en su último movimiento el puño cerrado. Los aldeanos quedaron inmovilizado ante al imagen, pero desde atrás llegaban gritos ,por la muerte del párroco desangrado, pidiendo que se quemase el altar a Satanás. Una vez repuestos cogieron el cuerpo del señor y lo introdujeron dentro del mausoleo, al mismo tiempo de su mano derecha calló un papel ensangrentado que con la locura del momento nadie vio. Introdujeron leña y más alcohol y aquello prendió con la mayor luz que jamás se hubiera visto, con los gritos maldiciendo al diablo y los dos cuerpos que yacían dentro.
El papel ensangrentado y quemado vagó por el viento hasta caer en manos de un joven que leyó tan solo las últimas palabras que el fuego no cercenó:

Buenas noches Princesa,
Buenas noches amor.
La espera hoy ya terminó,
pues con esta última copa de vino
me reúno hoy contigo mi amor...

Sin repasar.

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