miércoles, 21 de diciembre de 2011

Once... Relato


El grito ahogado de una mujer me despertó con violencia. Rápidamente reconocí el suelo de nuestra habitación y las sábanas púrpuras de nuestra cama. Me encontraba tirado en el suelo a los pies de la cama y parcialmente arropado con las sábanas manchadas de vino. Miré hacia la puerta donde encontré a la criada con cara de espanto y cierto gesto de dolor en sus ojos. Me alcé extrañado apoyando mi mano en el colchón húmedo aún por el vino, dirigiendo mi mirada hacia la cama, lugar en el que la mirada horrorizada de la criada se clavó sin poder reaccionar.
El corazón se me heló tan rápido que pude sentir como el último latido me rompía en dos. Encima de nuestra cama yacía ella, desnuda y ensangrentada, lo que me pareció vino en las sábanas era su sangre. Miré mi mano empapada y temblorosa por el color rojo que ahora las teñía. Las lágrimas salían de mis ojos llevándose de mi todo calor y cordura; me abalancé sobre ella buscando una insignificante señal de vida que me permitiera sentirla nuevamente a mi lado. Su blanco y precioso cuello estaba seccionado de forma abrupta, la sangre más seca dejaba intuir la forma de una dentellada amplia e iracunda, al rededor de la herida se apreciaban pequeños mordiscos que enrojecían su piel. Estas marcas recorrían todo su cuerpo hasta su sexo. El pecho donde mil veces dejó reposar su cabeza mientras unas caricias alejaban todo mal de mi, ahora estaba rajado por unas zarpas grandes con profundas marcas que deformaban su bellísima silueta.
Balbuceando llantos acaricié su rostro apartando su negro pelo para que me dejara ver por última vez el rostro de mi amada.
La criada echó a correr hacia la calle gritando y lanzando palabras sin sentido mientras se alejaba. Instantes después cogí mi negra capa y tras abrocharla a mi cuello besé sus fríos labios y salí presuroso de la estancia sin dejarme ver ni sentir. Me dirigí al oscuro bosque que rodeaba la aldea, allí pasé muchas noches llorando y consumiéndome en mil torturas. No entendía cómo llegó pasara algo así. ¿Cómo ante mí se segó la vida de mi amada sin tan siquiera yo enterarme?. ¿Cómo se pudo hacer tal brutalidad sin que me inmutara lo más mínimo, sin escuchar sus gritos de ayuda y de pánico?. ¿Qué cegó mis sentidos esa noche?…
Una noche mientras lloraba y revivía la pesadilla de mi doloroso amanecer una y otra vez me quedé dormido gimoteando. Esa noche soñé los últimos momentos que recordaba con ella. Recordé en el sueño, como la desnuda con caricias, como jugué mordiendo su cuerpo mientras ella se excitaba y como sus besos apasionados desataban mis gemidos de placer. Cada vez todo parecía más confuso. Ella al principio reía y mordía su labio inferior mientras yo bajaba desde su cuello con pequeño muérdos guiándome por el vibrar de su cuerpo. Después una punzada en mi pecho me empujó hacia atrás, rápidamente mi pulso se aceleró y mi respiración se volvía más dificultosa. Tumbado de espaldas sobre la cama comencé a temblar por el dolor que se producía en cada centímetro de mi cuerpo, ella con preocupación y espanto me miraba diciendo cosas que era incapaz de escuchar debido al dolor. Tras unos instantes todo temblor y pinchazo cesó; me incorporé y la vi con los ojos muy abiertos y el gesto de horror oscurecido se clavó en su rostro blanco. Con gran extrañeza miré al espero del armario, allí la vi a ella asustada frente a un gran y aterrador lobo con extremidades humanas en el que la luz de luna que entraba por la ventana dejaba ver un pelaje negro y brillante. Tras esa aterradora imagen comencé a sentir una excitación grandísima junto con el impulso de abalanzarme sobre ella probando esa carne que tanto deseaba. Asustado miré mis manos que en ese momento eran unas deformadas garras con aspecto amenazante. Luché durante un tiempo contra aquel impulso mientras ella paralizada de voz y gesto lloraba de terror. Un ahogado aullido salido de mi garganta fue el disparador de mi brutal acto.
Sudando y nervioso desperté en el bosque. Sabía que lo soñado no era solo un sueño, en mi interior sabía que aquello fue lo que pasó. Pero fue al tirarme a la orilla de un lago para beber cuando vi que el reflejo de la plateada agua me devolvía era el del aterrador lobo negro. Miré mis manos nuevamente convertidas en aquellas garras que arrebataron la vida de mi amada.
Desesperado corrí sin sentido toda la noche. A la mañana siguiente amanecí en una fría superficie de piedra. Me incorporé entre cruces y estatuas de ángeles, bajo mi cuerpo la losa que sellaba el cuerpo de mi amada. Mientras me bajaba con la pena devorándome cada trozo de mi corazón descubrí como de la gran cruz gótica pendía una colgante que ella me regaló. Lo agarre con rapidez y ocultando mi desnudez en la niebla me dirigí a nuestra casa, hoy fría y deshabitada como el cementerio de donde venía.
Había escuchado muchas leyendas sobre los hombres-lobos, en todas ellas se decía que las balas de plata eran lo más efectivo. Por ello me dispuse a fundir el preciado colgante en la chimenea de nuestra habitación, para ello quemé libros, muebles y ropa, todo menos la cama que como testigo mudo de todo cuanto allí pasó la dejé intacta.
El colgante parecía resistirse a las llamas,parecía que el amor que él se volcó lo hacía inmune al fuego. Pero tras un largo rato se deshizo. Las lágrimas de plata caían en el molde de las balas presintiendo lo que pasará. Tras unos minutos la redonda bala calló sobre mi mano, con nerviosismo y ansia introduje la pólvora por el cañón y preparé el disparo.
Ahora que ya termino el repaso de todo lo que ocurrió desde que aquel grito ahogado me despertó hasta ahora que encañono mi sien mientras las lágrimas bañan un fingido rostro sereno. Miro la cama aun con su sangre seca, sus sábanas por las que tanto reímos, e imagino su cuerpo y su rostro ahora ya perdido. Cierro los ojos y respiro hondo.

¡Clack!. ¡Bang!

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