Hay veces, pocas veces, esas en las que
me cuesta quitar la sonrisa de la cara, ocurre... Me sorprendo en ese
lugar donde guardo como reliquia esos momentos, esas sensaciones y en
definitiva, todo lo que fui. Mi particular cementerio lleno de los
espejos rotos en los que miraba una distorsionada imagen. Espejos
hechos con la tinta de un alma rota, esas lágrimas que poco a poco
ahogan la voz que ahora me susurra avivando aún más el recuerdo
muerto de las cosas que merodean. También hay estatuas que rozan la
perfección... frías, inmóviles y dirigiendo “esa” mirada hacia
mi. Esas mismas estatuas en las que tantas y tantas noches he dormido
intentando calmar un dolor que deja cicatriz. En ellas aprendí el
sabor que deja el llanto silencioso de la noche y la fuerza de un
corazón que se resiste a morir. Pero no siempre se aprende a
perder...
Este cementerio frío y muerto de mi,
también es el lugar al que recurro para sentir el calor que le falta
a mis noches, y para recordar cómo aprendí a caminar solo en un
suelo de cristales rotos por complejos y miedos que maquillaban una
persona incapaz de todo... Ahora todo es muy diferente, viviendo
amaneceres que pintan sonrisas y demás cosas que desconozco y eso...
es maravilloso.
Hoy sé que si algún día mi corazón
ha de morir que sea aquí donde tanto lloró, donde tanto amó y
donde algún día también sonrió.